La muerte de Margaret Thatcher ha provocado la exaltación de los neocón occidentales y de los paleocón españoles. Aznar califica a la difunta de revolucionaria, Cospedal sólo la llama reformadora.
Ambos se ciñen a la mitología ultraliberal y desreguladora que tiene a
la exprimera ministra británica y al presidente norteamericano Ronald Reagan
por padres de ese retorno a la ley de la selva que nos ha traído
derechitos hasta la crisis actual, ha convertido a los estados en un
negocio (sucio), ha hecho del lavado de dinero negro la piedra angular
de la economía y ha transmutado en delincuentes a los grandes banqueros y
a los altos ejecutivos de las multinacionales (todo ello con la
aquiescencia de unos políticos trasvasados desde el pragmatismo a la
corrupción).
Aunque no queda bien criticar a los muertos, déjenme
decirles que yo tengo de Thatcher la misma impresión que los
intelectuales y artistas del Reino Unido (desde Elton John a Ken Loach):
la tal señora fue una bruja reaccionaria que destrozó las leyes para
dar a los ricos (muy ricos) lo que robaba a los pobres (clases medias
incluidas). Ya sé que últimamente no era la que fue por culpa del
whisky, cuyos vapores limaron aquel temperamento suyo, tan borde y
depredador. Pero aquí estamos, pechando con su legado. Menuda putada.
Como homenaje póstumo a la que llaman Dama de Hierro,
los conservadores españoles solo aplazaron ayer el tema de la dación en
pago. No habrá tal y los desahuciados, además de quedarse sin techo,
permanecerán atados a su deuda para siempre jamás. O sea que las
sociedades anónimas seguirán disolviéndose en el éter sin dejar apenas
rastro ni nada a lo que puedan agarrarse sus acreedores. Sin embargo las
personas físicas, no. ¡Por favor! ¡Se vendría abajo el sistema! Ya
imagino a Margaret sonriendo (bolingas) desde el paraíso... fiscal. Si Jordi Pujol Ferrusola pudiera verla, seguro que pasaría mejor el trance de ver sus actividades bancarias al descubierto.
El caso es que además de Thatcher han fallecido, casi simultáneamente, Sara Montiel y José Luis Sampedro. Dos muertos de los que hablar bien.
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