domingo, 11 de agosto de 2013

Al buen tiempo mala cara (y viceversa) 20130811

Desde el último invierno, el clima se medio normalizó. Abundaron las precipitaciones. Nevó a mansalva. Los ríos recuperaron su caudal e incluso bajaron con magníficas crecidas. Hasta la estepa se cubrió de verde. Y por una vez el Pirineo se exhibió ante nuestros ojos frondoso y florido, como en los veranos de hace cuarenta años. Además, los pantanos se han llenado (¡al fin!). Se están recogiendo cosechones. Por doquier se anuncia la recuperación de manantiales y freáticos que se habían esfumado por culpa de las sequías... Sin embargo algunos desbordamientos y las consabidas trombas y pedriscos estivales han generado la sensación de que hemos estado padeciendo graves desastres naturales. La presidenta Rudi en el debate sobre el estado de la Comunidad, empleó esa expresión. No le ha ido a la zaga el líder de la oposición, el socialista Lambán. Mucha gente se atiene a ese mismo criterio de que el calor y el sol son sinónimo de buen tiempo y la lluvia y el frío, de malo. Parece como si el cambio climático, que amenaza con desertificar nuestro país y asfixiarnos, fuese una bendición.

Lluvias nieves y granizos han provocado ciertamente daños materiales y la muerte de un vecino de Oliete. Han sido episodios puntuales y dolorosos. Pero en líneas generales el supuesto mal tiempo ha tenido buenas consecuencias. Otra cosa es que el empeño de utilizar la naturaleza como si fuese un parque temático y el territorio como si no tuviese otro objetivo de proveer de suelo urbanizable haya creado otra impresión. Conozco a personas que desearían que nevase en la montaña prudente y ordenadamente de lunes a jueves, pero que luego, en los fines de semana y puentes de rigor, hubiera sol y alegría para subir a esquiar sin problemas. Nieve, por supuesto, la justita, que si no luego llegan los aludes. Y ya puestos, que se llenen los embalses sin molestar a nadie, que los ríos respeten el estrecho cauce que se les ha dejado y se abstengan de llevarse por delante infraestructuras y aun viviendas, que en cada comarca actúe el clima de acuerdo con la necesidad específica de los respectivos cultivos... en fin, que esto sea un gigantesco invernadero.

Desde los ámbitos institucionales se pretende convertir esos deseos en ley. El Plan Hidrológico de la Cuenca del Ebro va en esta línea: mide, asigna y determina como si el agua, en vez de ser llovida, se criase en los pantanos. Naturalmente es otro Plan destinado a fracasar porque ni tiene en cuenta los cambios climáticos (pese a todo, aumenta el calor y descienden las precipitaciones), ni asume la dificultad de financiar un proceso de regulaciones sin fin, ni es sincero y justo a la hora de resolver potenciales conflictos. Nos gustará mucho el sol... pero tenemos las entendederas nubladas.

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